-Vuestro Dios es un ladrón: sorprendió a Adam en sueños y le sacó una costilla.
La hija del sabio, presente a la conversación, habló al oído del padre algunas palabras, con las que venía a pedirle la la facultad de responder ella misma a aquel extraño juicio. El padre consintió.
La hijo entonces adelantóse e hizo gestos de dolor y de espanto, y se puso a gritar:
-¡Señor! ¡Señor! ¡Justicia! ¡Venganza!
-¿Qué sucede? - dijo el príncipe.
-Un robo inicuo -repuso la hija-. Un ladrón se ha introducido solapadamente en mi casa, se me ha llevado una taza de plata y me ha dejado en su lugar una taza de oro.
-¡Qué ladrón tan honrado!-exclamó el príncipe-. Ojalá todos los días hubiese robos de estos.
-He aquí, ¡oh príncipe!, qué clase de ladrón es nuestro Dios. Le robó un pedazo de carne a Adam, y le dio en su lugar una bella mujer.
-¡Bien dicho! -confesó el príncipe-. Pero, en fin, ese robo tan honesto pudo cometerlo a todas luces y no a escondidas, como los ladrones.
-¡Señor! -repuso la joven- ¿permites que yo mande traer un pedazo de carne cruda?
-Hazlo, pues -repuso el otro, maravillado.
-Ahora está atento, por favor.
Y la avispada joven tomó la carne, y luego de sobarla, machacarla y partirla en trocitos, lista ya, la puso a cocer; después se la ofreció al príncipe para que la probase.
-¡Querida mía! -dijo el otro, echándose atrás-. Sé que siempre se hace así; pero verla yo mismo tan manoseada me da repugnancia.
-He aquí, señor, lo que habría sucedido a Adam, si Dios le hubiese tomado sin rebozo un pedazo de carne y con él hubiese formado ante sus ojos a la mujer.
(La historia, que está tomada del tratado Sanhedrín del Talmud, fue traducida por R. Cansinos-Assens, Bellezas del Talmud, Buenos Aires, Raíces, 1988, pp. 180-181)
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