El exilio interior de la ciudad
1.
Dichoso el corazón, subí a la montaña
De donde se puede contemplar la ciudad toda,
Hospitales, lupanares, purgatorio, infierno, presidio,
Donde toda desmesura cual flor florece,
Ya sabes, ¡Oh Satán! amo de mi desesperanza,
Que no iba allá a llorar en vano;
Pero cual viejo lascivo con su vieja amante,
Quería disfrutar la furcia enorme
Cuyo infernal encanto siempre me rejuvenece.
¡Sigue dormida entre las sábanas del amanecer,
Bochornosa, oscura, acatarrada! ¡Arrópate, engreída
En el nocturno velamen pasamanado de oro fino!
Te quiero igual, ¡Oh capital infame! Cortesanas
Y bandidos, a menudo brindáis así placeres
Que el vulgo profano no sabe comprender.[1]
Como Moisés y san Juan de la Cruz, Baudelaire subió, dichoso el corazón, a la montaña; y lo que encontró allí no fue el rostro resplandeciente de Dios, sino “la ciudad toda”, con sus lupanares, presidios y hospitales; la ciudad de los miserables, de los bandidos y prostitutas, que se hizo visible gracias al corazón de un poeta enamorado.
Y el amor de Baudelaire es un amor del siglo xix: por él, una realidad inmensa pero humilde alcanzó de pronto dignidad y se hizo tema poético. Gracias a él, la literatura descubrió a los héroes cotidianos que libran batallas enormes en el mundo interior de la experiencia (costureras, presidiarios, burócratas...); protagonistas de la épica de nuestro tiempo que -como dice Ortega- aparecen en los cuadros de Rembrandt con una aureola de luz que antes sólo aparecía en torno a la testa de los santos.[2]
2.
Fue la conversión más radical de la literatura a la vida, y hoy vivimos aún de su recuerdo. La literatura policial, como “género menor” creado en la Modernidad, se nutre de esta conversión, que afecta, no sólo sus temas, sino su mismo método: no sólo se trata de hablar de sujetos sociales que no fueron nunca tema poético (criminales y prostitutas), ni de retratar acciones que no eran dignas de ser narradas o espacios poco visitados por la literatura; se trata también de aferrarse a un modo marginal de narrar; una poética rigurosa, de talante casi horaciano, que marca a los textos policiacos separándolos efectivamente del resto de la literatura “general”. Me permito recordar algunas de las características más salientes de esta poética, ayudándome de las reflexiones de Borges:[3] pocos personajes; avara economía de medios; un desarrollo temático rigurosamente lógico donde el narrador debe ofrecer todos los elementos del problema; soluciones necesarias, únicas y racionales, que no apelen a lo sobrenatural... Como en la pornografía, la ciencia ficción “clásica”, el cómic de superhéroes o la novela rosa, hay un arsenal de situaciones típicas, de temas y personajes, que conforman una poética exigente y cerrada en sí misma, en cuyos límites debe aprender a moverse el escritor, que se muestra más virtuoso cuando está más limitado.
Es el placer de hacer cosas que sólo unos pocos sabemos hacer y disfrutar: es un modo de narrar que asume con placer su separación. En este sentido, un crítico malicioso podría comparar a Petrarca y los primeros sonetistas con los autores de novelas policiacas: la “marca” afecta a la literatura, pero se extiende a sus entusiastas: formas excéntricas de vestir (gabardinas, capas, chamarras de cuero...); lugares de reunión y vocabularios particulares... La diferencia entre Petrarca y nosotros está en que nuestra excentricidad se encuentra mediada por la experiencia de la masa: la poética limitada del género policial se informa también de sus características materiales de producción. Se trata de una literatura creada para el consumo masivo, hecho posible por la urbanización, la alfabetización relativa de una mayor parte de la población y el desarrollo de tecnologías de reproducción y difusión masiva (la imprenta, la industria periodística). Y las características de producción inciden efectivamente en la técnica narrativa. Por una película pornográfica buena hay doscientas que no valen la pena: no son, en su mayoría obras para ser vistas una y otra vez, sino al contrario, están hechas para su consumo masivo, para su producción en serie, “tecnificada”, que pone por ello el acento en el sistema frente a la individualidad creadora, en la norma frente a su innovación.
3.
La experiencia de la ciudad moderna, decía Benjamin, es sobre todo la experiencia de la masa.[4] El crimen de la novela policiaca es, por ello, un crimen moderno: sólo puede ocurrir en las grandes ciudades, donde el criminal ha perdido su rostro; el detective se pierde en una ciudad enorme, anónima, y busca en ese anonimato las claves que permitan darle un sentido al caos, ordenar el abismo; quiere recuperar las “huellas” que daban individualidad a las personas antes de la llegada del capitalismo y la población de la ciudad.
Hay algo de nostalgia en esa búsqueda de la razón perdida. Quizá, en ese sentido, no es excesivo comparar al detective policiaco con los místicos cabalistas: para ambos el mundo es un texto que debe ser interpretado. Leer es caminar. El detective camina la ciudad mientras lee el Texto del Mundo; parece ser una persona más, pero se distingue por su olfato refinado, su capacidad de ver lo que otros no ven: entre la masa informe distingue a un potencial sospechoso, intuye al perseguido entre la gente que camina. El detective es una especie de paseante; un flâneur.[5] Recordemos, por ejemplo, a Roberto de la Cruz, el peculiar antihéroe de la novela Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli: recordemos sus paseos por el centro de la ciudad de México, al inicio de la novela; su posesión de un gusto especialmente educado, que se revela cuando reconoce la tonada de la cajita musical, y en los versos de Bécquer que declama casi al inicio de la obra; su hipersensibilidad y su afición por las antigüedades y los muebles viejos; su asco por la gente “común”, que de alguna manera se compensa por ese deseo de caminar y recolectar fragmentos de una ciudad compartida por todos, pero que se vuelve en ese momento más de él... El Paseo de la Reforma tiene “ritmo”; el hemiciclo a Juárez es de pésimo gusto, pero las araucarias de la Alameda son muy agradables.
"Sin saber cómo, dio vuelta en Gante y tomó por la avenida 16 de Septiembre. El tránsito crecía y se hacía intolerablemente ruidoso poco a poco. Rechazó a los vendedores de lotería, que lo asediaban chillando sus números y sus augurios. Siempre le había desagradado esta avenida. Él echaría abajo, si pudiera, uno de sus lados, para hacer una sola amplia vía de Capuchinas -nombre más romántico que Venustiano Carranza- y de 16 de Septiembre. Djaría intacto tan solo, en una plazoleta, el edificio del Banco Nacional, que tan hermoso le parecía con su puerta tallada, su piedra de tezontle y su escalera gemela, única en México".[6]
En este sentido, también, la sensibilidad de la novela policiaca es una sensibilidad moderna, y no puede pensarse de manera separada a los grandes procesos de urbanización relacionados con la fase industrial del capitalismo. La ciudad se fue haciendo menos nuestra cuando fue creciendo, pero la recuperamos en ese vagar cotidiano, poco a poco. Es una ciudad interior que debe irse construyendo con los propios pasos.
4.
El caminar de Roberto de la Cruz de alguna manera me recuerda el del detective policiaco en otras novelas. Él no forma parte de la masa, aunque vive en ella y de ella. La ciudad es, al mismo tiempo, suya y extranjera. Caminándola, la hace suya: lee el texto de donde está desterrado, y busca las claves del destierro, las razones del crimen, los motivos de las injusticias: toma los fragmentos del texto que se ofrecen entre calle y calle, y teje con ellos un posible relato donde ese mundo destrozado cobre por fin un sentido.[7] En un texto de los 90s, Paco Ignacio Taibo II cuenta las pesquisas de su amigo Roger Simon, guionista hollywoodense aficionado a las novelas de policías que en sus ratos libres viaja a México y finge que es un detective, pero un detective “de verdad”:
"De manera que fue juntando pedacitos de historias, porque los detectives de la realidad a eso se dedican, aunque luego esas historias no tengan destinos".[8]
Las historias de la realidad a veces no tienen destinos; pero los nostálgicos de las otras historias se dedican tercamente a juntar sus pedacitos. Ésa es la única diferencia entre los detectives de la novela y los otros, los de la realidad. Pero nosotros intuimos que para Roger Simon la diferencia no es tan enorme, pues la utopía racional del policiaco nutre la esperanza secreta de hallar un destino oculto para todo lo juntado; y hallarlo aquí, en el Reino de este mundo. “La calle conduce al flâneur a un tiempo desaparecido”, dejó escrito Walter Benjamin en su manuscrito de El libro de los pasajes.[9] Y la narración del paseo del detective policiaco, especie de segundo paseante, apunta a la recuperación de ese tiempo desaparecido que se presiente continuamente.
[1] Ch. Baudelaire, Pequeños poemas en prosa, trad. A. Verjat, Barcelona, Icaria, 1987, pp. 65-66
[2] J. Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote; recogido en Obras completas, t. I, 1902-1915, Madrid, Taurus / Fundación José Ortega y Gasset, 2004, p. 747.
[3] Véase J. L. Borges, “Leyes de la narración policial” en Textos recobrados (1931-1955), ed. S. L. del Carril y M. Rubio de Zocchi, Buenos Aires, Emecé, 2001, pp. 36-39. La edición original de este ensayo es de 1933. Una versión anterior del mismo ensayo, que no ha sido aún recopilado en las Obras de Borges, fue transcrito por C. Abraham, “Un enigma literario: los tarzanes apócrifos argentinos”, Ciudad de arena, <http://www.ciudaddearena.org/ abraham01.html>, recuperado el 28/07/07.
[4] Véase W. Benjamin, “El París del Segundo Imperio en Baudelaire” en Iluminaciones II. Poesía y capitalismo. Madrid, Taurus., 1972.
[5] Con esa palabra se designaba a un nuevo tipo que aparece en el París del siglo xix: una especie de paseante profesional que camina, perdido en sus ensoñaciones, por las calles de la ciudad, y atraviesa los pasajes perdido en sus pensamientos (los “pasajes” eran corredores comerciales techados). Como es sabido, Walter Benjamin dejó inconclusa una obra filosófica que trataría sobre la experiencia moderna, obra que giraría alrededor de la figura del flâneur y su valor alegórico. Véase el resumen de Bolívar Echeverría, “Deambular (Walter Benjamin y la cotidianeidad moderna)”, Litorales, año 4, núm. 5, diciembre de 2004, disponible en Internet: <http://litorales.filo.uba.ar/web-litorales6/art-2.htm>, recuperado el 25/07/2007.
[6] R. Usigli, Ensayo de un crimen, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968, p. 8.
[7] Creo que la novela policiaca es, por eso, una novela de la soledad, y la pesquisa del héroe casi siempre está relacionada con búsquedas por salir de esa soledad: el amor de mujeres que mueren o traicionan, amores que se anuncian como una redención de la soledad, promesas de regreso a la Tierra.
[8] Paco Ignacio Taibo II, “Roger Simon en Tijuana”, en Primavera pospuesta, México, Joaquín Mortiz, 1999, p. 82.
[9] Aforismo incluido en “El maletín negro de Walter Benjamin”, nota y selección de José Luis Barrios, Confabulario (suplemento de El Universal), 5 de marzo de 2005, edición en Internet: <http://www.eluniversal.com.mx/graficos/confabulario/05-marzo-05.htm>, recuperado el 25/07/2007 (se trata de una selección de textos de El libro de los pasajes, hecha a partir de la traducción de Luís Fernández Castañeda, Isidro Herrera y Fernando Guerrero: W. Benjamin, El libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005).
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