miércoles, abril 23, 2008

Mariátegui: revolución e imaginación

Clausell, Fuentes brotantes (1920). Actualmente en el Munal.

La imaginación y el progreso

José Carlos Mariátegui


ESCRIBE LUIS ARAQUISTÁIN que “el espíritu conservador, en su forma más desinteresada, cuando no nace de un bajo egoísmo, sino del temor a lo desconocido e incierto, es en el fondo falta de imaginación”. Ser revolucionario o renovador es, desde este punto de vista, una consecuencia de ser más o menos imaginativo. El conservador rechaza toda idea de cambio por una especie de incapacidad mental para concebirla y para aceptarla. Este caso es, naturalmente, el del conservador puro, porque la actitud del conservador práctico, que acomoda su ideario a su utilidad y a su comodidad, tiene, sin duda, una génesis diferente.

El tradicionalismo, el conservatismo, quedan así definidos como una simple limitación espiritual. El tradicionalista no tiene aptitud sino para imaginar la vida como fue. El conservador no tiene aptitud sino para imaginarla como es. El progreso de la humanidad, por consiguiente, se cumple malgrado al tradicionalismo y a pesar del conservadorismo.

Hace varios años que Oscar Wilde, en su original ensayo El alma humana bajo el socialismo, dijo que “progresar es realizar utopías”. Pensando análogamente a Wilde, Luis Araquistáin agrega que “sin imaginación no hay progreso de ninguna especie”. Y en verdad, el progreso no sería posible si la imaginación humana sufriera de repente un colapso.

La historia les da siempre razón a los hombres imaginativos. En la América del Sur, por ejemplo, acabamos de conmemorar la figura y la obra de los animadores y conductores de la Revolución de la Independencia. Estos hombres nos parecen, fundadamente, geniales. ¿Pero cuál es la primera condición de la genialidad? Es, sin duda, una poderosa facultad de imaginación. Los libertadores fueron grandes porque fueron, ante todo, imaginativos. Insurgieron contra la realidad limitada, contra la realidad imperfecta de su tiempo.

Trabajaron por crear una realidad nueva. Bolívar tuvo sueños futuristas. Pensó en una confederación de estados indo-españoles. Sin este ideal, es probable que Bolívar no hubiese venido a combatir por nuestra independencia. La suerte de la independencia del Perú ha dependido, por ende, en gran parte, de la aptitud imaginativa del Libertador. Al celebrar el centenario de una victoria de Ayacucho se celebra, realmente, el centenario de una victoria de la imaginación. La realidad sensible, la realidad evidente, en los tiempos de la Revolución de la Independencia, no era, por cierto, republicana ni nacionalista. La benemerancia de los libertadores consiste en haber visto una realidad potencial, una realidad superior, una realidad imaginaria.

Esta es la historia de todos los grandes acontecimientos humanos. El progreso ha sido realizado siempre por los imaginativos. La posteridad ha aceptado, invariablemente, su obra. El conservatismo de una época, en una época posterior, no tiene nunca más defensores o prosélitos que unos cuantos románticos y unos cuantos extravagantes. La humanidad, con raras excepciones, estima y estudia a los hombres de la revolución francesa mucho más que a los de la monarquía y la feudalidad entonces abatida. Luis XVI y María Antonieta le parecen a mucha gente, sobre todo, desgraciados. A nadie le parecen grandes.

De otro lado, la imaginación, generalmente, es menos libre y menos arbitraria de lo que se supone. La pobre ha sido muy difamada y muy deformada. Algunos la creen más o menos loca; otros la juzgan ilimitada y hasta infinita. En realidad, la imaginación es asaz modesta. Como todas las cosas humanas, la imaginación tiene también sus confines. En todos los hombres, en los más geniales como en los más idiotas, se encuentra condicionada por circunstancias de tiempo y de espacio. El espíritu humano reacciona contra la realidad contingente. Pero precisamente cuando reacciona contra la realidad es cuando tal vez depende más de ella. Pugna por modificar lo que vé [sic] y lo que siente; no lo que ignora. Luego, sólo son válidas aquellas utopías que se podrían llamar realistas. Aquellas utopías que nacen de la entraña misma de la realidad. Jorge Simmel escribía una vez que una sociedad colectivista se mueve hacia ideales individualistas y que, inversamente, una sociedad individualista se mueve hacia ideales socialistas. La filosofía hegeliana explica la fuerza creadora del ideal como una consecuencia, al mismo tiempo, de la resistencia y del estímulo que éste encuentra en la realidad. Podría decirse que el hombre no prevé ni imagina sino lo que ya está germinando, madurando, en la entraña obscura de la historia.

Los idealistas necesitan apoyarse sobre el interés concreto de una extensa y consciente capa social. El ideal no prospera sino cuando representa un vasto interés. Cuando adquiere, en suma, caracteres de utilidad y de comodidad. Cuando una clase social se convierte en instrumento de su realización.

En nuestra época, en nuestra civilización, no ha habido nunca utopías demasiado audaces. El hombre moderno ha conseguido casi predecir el progreso. Hasta la fantasía de los novelistas ha resultado, muchas veces, superada por la realidad en un plazo breve. La ciencia occidental ha ido más de prisa de lo que soñó Julio Verne. Otro tanto ha acontecido en la política. Anatole France vaticinó la revolución rusa para fines de este siglo, pocos años antes de que esta revolución inaugurase un capítulo nuevo en la historia del mundo.

Y justamente en la novela de Anatole France, que, intentando predecir el porvenir, formula estos agüeros –Sur la pierre Blance–, se constata cómo la cultura y la sabiduría no confieren ningún poder privilegiado a la imaginación. Galión, el personaje de un episodio de la decadencia romana evocado por Anatole France, era un ejemplar máximo de hombre culto y sabio de su época. Sin embargo, este hombre no percibía absolutamente la decadencia de su civilización. El cristianismo se le antojaba una secta absurda y estúpida. La civilización romana a su juicio no podía tramontar, no podía perecer. Galión concebía el futuro como una mera prolongación del presente. Nos aparece por esto, en sus discursos, lamentable y ridículamente falto de inspiración. Era un hombre muy inteligente, muy erudito, muy refinado; pero tenía la inmensa desgracia de no ser un hombre imaginativo. De ahí que su actitud ante la vida fuese mediocre y conservadora.

Esta tesis sobre la imaginación, el conservatismo y el progreso, podría conducirnos a conclusiones muy interesantes y originales. A conclusiones que nos moverían, por ejemplo, a no clasificar más a los hombres como revolucionarios y conservadores sino como imaginativos y sin imaginación. Distinguiéndolos así, cometeríamos tal vez la injusticia de halagar demasiado la vanidad de los revolucionarios y de ofender un poco la vanidad, al fin y al cabo respetable, de los conservadores. Además, a las inteligencias universitarias y metódicas, la nueva clasificación les parecería bastante arbitraria, bastante insólita. Pero, evidentemente, resulta muy monótono clasificar y calificar siempre a los hombres de la misma manera. Y, sobre todo, si la humanidad no les ha encontrado todavía un nuevo nombre a los conservadores y a los revolucionarios, es también, indudablemente, por falta de imaginación.


Publicado originalmente en Mundial (Lima), 12 de diciembre de 1924;
tomado de Mariátegui, Literatura y estética, ed. M. Alcíbiades,
Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2006.

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