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¡Cigarra!
¡Dichosa tú!,
pues mueres bajo la sangre
de un corazón todo azul.
La luz es Dios que desciende,
y el sol,
brecha por donde se filtra.
[...]
Todo lo vivo que pasa
por las puertas de la muerte
va con la cabeza baja
y un aire blanco durmiente.
Con habla de pensamiento.
Sin sonidos... Tristemente,
cubierto con el silencio
que es el manto de la muerte.
Mas tú, cigarra encantada,
derramando son, te mueres
y quedas transfigurada
en sonido y luz celeste.
Las estrofas son de un poema juvenil de García Lorca, de 1918, de la época en que él aún no admitía su homosexualidad. Lo tomo de Poesía completa, México, Editores Mexicanos Unidos, 1999, pp. 23-24. En la Liturgia de las Horas se canta aún, en latín, un hermoso cántico del libro de Daniel. Los tres jóvenes virtuosos de la historia han sido condenados a morir en un horno encendido. Pero un ángel del Señor bajó a donde estaban, "expulsó las llamas fuera del horno, metió dentro un viento húmedo que silbaba, y el fuego no los atormentó, ni los hirió, ni siquiera los tocó". Entre el fuego, puede escucharse a los tres jóvenes cantando: y en ese largo poema, la Creación misma canta; todo lo que germina, el Sol y la luna; los astros, la lluvia y el rocío. Al recordar ese poema, llamamos a toda la Creación -dice fray Luis de Granada-:
Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Angeles del Señor, bendecid al Señor;
cielos, bendecid al Señor.
Aguas del espacio, bendecid al Señor;
ejércitos del Señor bendecid al Señor.
Sol y luna, bendecid al Señor;
astros del cielo, bendecid al Señor.
Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
vientos todos, bendecid al Señor.
Fuego y calor, bendecid al Señor;
fríos y heladas, bendecid al Señor.
Rocíos y nevadas bendecid al Señor;
témpanos y hielos, bendecid al Señor.
Escarchas y nieve, bendecid al Señor;
noche y día, bendecid al Señor.
Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
rayos y nubes, bendecid al Señor.
Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelos con himnos por los siglos.
Montes y cumbres, bendecid al Señor;
cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
Manantiales, bendecid al Señor;
mares y ríos, bendecid al Señor.
Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
aves del cielo, bendecid al Señor.
Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos
Hijos de los hombres, bendecid al Señor;
bendiga Israel al Señor.
Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
siervos del Señor, bendecid al Señor.
Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;
santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.
Ananías, Azarías y Misael, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y glorioso y ensalzadlo, por los siglos.
Quería ofrecerles otra traducción aquí, pero mi primo vino a vivir a mi casa; se queda en el cuarto donde tengo mis Biblias, y ya está dormido, así que les dejo ésta, que bajé de Internet.
Pienso en que quizá Manuel José Othón, el poeta decimonónico mexicano, estuviera pensando en este texto cuando escribía su Himno de los bosques.
...Allá, tras las montañas orientales,El crepitar de la vida y lo viviente; su vivir que es, él mismo, ya un canto.
surge de pronto el sol, como una roja
llamarada de incendios colosales,
y sobre los abuptos peñascales
ríos de lava incandescente arroja.
Entonces, de los flancos de la sierra
bañada en luz, del robledal oscuro,
del espantoso acantilado muro
que el paso estrecho a la hondonada cierra;
de los profundos valles de los lagos
azules y lejanos que se mecen
blandamente del aura a los halagos,
y de los matorrales que estremecen
los vientos, de las flores, de los nidos,
de todo lo que tiembla o lo que canta,
una voz poderosa se levanta
de arpegios y sollozos y gemidos.
Mugen los bueyes que a los pastos llevan
silbando los vaqueros, mansamente
y perezosos van, y los abrevan
en el remanso de la azul coriente.
Y mientras de las cabras el ganado
remonta, despuntando los gramales,
torpes en el andar, los recentales
se quejan blanda y amorosamente
con un tierno balido entrecortado.
Abajo, entre la malla de raíces
que el tronco de las ceibas ha formado,
grita el papán y se oye en el sembrado
cuchichiar a las tímidas perdices.
Mezcla aquí sus ruidos y sus sones
todo lo que voz tiene: la corteza
que hincha la savia ya, crepitaciones,
su rumor misterioso la maleza
y el clarín de la selva sus canciones.
Y a lo lejos, muy lejos, cuando el viento,
que los maizales apacible orea,
sopla del septentrión, se oye el acento
y algazara que, locas de contento,
forman las campanitas de la aldea....
¡Es que también se alegra y alboroza
el viejo campanario! La mañana
con húmedas caricias lo remoza:
sostiene con amor la cruz cristiana
sobre su humilde cúpula; su velo,
para cubrirlo, tienden las neblinas,
como cendales que le presta el cielo
y en torno de la cruz las golondrinas
cantan, girando en caprichoso vuelo...
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