I
El dueño del
local se llamaba Francisco De Borja. Tenía la piel del rostro destrozada por el
recuerdo del acné y, sin embargo, traía el cabello largo y cuidadosamente
recogido. Vestía de negro impecable. Se paraba muy erguido, como si fuera un
bailarín, y nos hablaba a todos de “usted”. Incluso a mí. No importaba que yo sólo
tuviera doce años y pareciera de menos. A partir de esa edad, las mujeres
parecen crecer más rápido: se ponen guapas; los senos les crecen, y comienzan a
subirse la falda y a caminar con orgullo y delicadeza. Y nosotros nos ponemos
más feos: vamos creciendo en desorden. A unos se nos alarga repentinamente la
nariz y los brazos: seguimos pareciendo niños, pero nuestros brazos se arrastran.
A otros sólo nos crecen las orejas. Caminamos por el mundo con timidez nerviosa,
como si no supiéramos que nos hemos vuelto una caricatura de nosotros mismos. Nos
reímos, pero en secreto ansiamos madurar para sentirnos de nuevo orgullosos. Pero
nuestro cuerpo se demora, sigue razones ocultas. Yo seguí pareciendo un niño
hasta los veinte o los diecinueve, pero De Borja me llamó de “usted” desde el
primer momento. Me elevó con su respeto cuando yo tenía miedo y quería
esconderme en todos lados. Era diseñador, pero se mantenía con un pequeño
videoclub de películas grabadas por él mismo, junto a su tienda de comics.
El lugar se llamaba “Dunas”, por la película de Lynch y las novelas de Herbert.
“¿Usted ya conoce esta película?”. Yo decía que no una y otra vez, y él me
guiaba con respeto y delicadeza. Él me decía “don Rafa”; una vez, como
compartiendo un secreto, sacó un cartel que había hecho un joven estudiante de
licenciatura en la universidad donde daba clases. Me dijo que quería que viera
eso, que creía que el muchacho tenía talento. Eran los grandes secretos
compartidos con júbilo. Vi mis primeras películas gracias a su videoclub. Las
primeras semanas las rentaba de dos en dos. Él me iba guiando, alegre y
distanciado, por el cine mexicano, la animación japonesa, la trilogía de
Kieslowski. Cada momento juntos era una celebración. Vivíamos en una ciudad
pequeña al norte de un país sin memoria. Las películas tardaban meses en llegar
al cine desde la capital, y algunas sólo duraban dos días. Mis amigos y yo
crecimos con una avidez desbordada: leíamos
todo lo que nos caía en las manos. Hicimos una colección de novelas
malas: libros de la Segunda Guerra Mundial, obras dulzonas de Anatole France,
best sellers de vampiros, historias casi pornográficas, cuentos de Rulfo y
Cortázar. Lo mezclamos todo, sin distinguir lo “bueno” y lo “malo”, y así
aprendimos a dedicar nuestra atención apasionada a todo lo que nos llegaba a
las manos, sin importar su procedencia. Alguna vez encontramos la mejor novela
en el librero empolvado de una tía…
Un día, mi mamá compró una computadora y le puso internet, un lujo casi
desconocido. Descubrí por error las páginas de Bartleby y Proyecto Gutenberg.
Comencé a leer poesía en inglés, con las palabras titubeantes que había
aprendido en las películas pornográficas, el supernintendo y la música. Entraba
a los catálogos, abría una letra al azar, tomaba al primer autor y me ponía a
leer como si se tratara del asedio a un castillo: avanzaba con furia, aunque no
entendiera; si sentía que mi pasión flaqueaba, me movía a otra letra. Así
descubrí a Carl Sandburg, a Robert Graves, a Eliot, Yeats y Dostoievsky. Años
después, cuando llegué a la ciudad de México, me enteré de que algunos de esos
nombres eran famosos. Para mí habían formado parte de un mundo secreto, sólo
para mí mismo: fragmentos de una celebración desconocida a la que me abandonaba
cuando sabía que nadie me estaba mirando.
Recuerdo también que por unos meses mi mamá decidió probar el DirectTv.
Por unos meses pude ver la televisión de la ciudad de México, cuyos canales
conocía por la conversación de De Borja. Recuerdo que durante esos meses dejé
grabando la programación de madrugada del Canal Once, con la intención de verla
toda a la mañana siguiente. Nunca terminé de ver esas cintas. Las guardé durante
años, con la intención de por fin acabarlas.
Así vi por primera vez El espejo. Recuerdo
que lloré, y que no entendí nada. También, que me quedé dormido antes de que
llegara al final, pero también, que atesoré esos primeros veinte minutos y que
los vi una y otra vez sin la necesidad de pasar adelante. “¿Ya viste esa
película, De Borja?”. Y él, extrañado, me diría que no. En aquella época no
entendía la razón por la que la gente se sentía obligada a acabar los libros.
Me parecía natural pasar meses rumiando cuatro versos de Tierra Baldía o Las bodas del
cielo y del infierno. Todavía sigo leyendo así. Sigo quedándome dormido
después de veinte minutos de mi película favorita. En aquel tiempo nos pasaba
que leíamos un libro en un viaje, la casa de algún familiar o una librería de
otro lado, y nunca lo volvíamos a encontrar. Le decíamos a los demás que el
autor se llamaba Ted Hughes o Paul Celan, y con gestos exagerados intentábamos describir
lo que nos había pasado después de leer unas páginas. Era natural no tener
cerca las cosas que más nos importaban, conocer nuestras obras favoritas sólo
por recuerdos difusos. Apresábamos veinte minutos de una película que no
entendíamos: guardábamos con fervor la única grabación que teníamos, y la
prestábamos a regañadientes y repitiendo una y otra vez que debían tratarla con
cuidado; le contábamos a nuestros amigos que la película trataba de la
sensación del viento entre los pastizales; que alguien leía un poema, y una
mujer rubia estaba triste. Así aprendimos a amar lo que veíamos sin intentar
comprenderlo, y todavía leo así, y sigo amando lo que leo de esa manera.
Recuerdo que, después de esos veinte minutos, comencé a imaginarme mi
propio videoclub: haría como De Borja, pero con las películas que había grabado
en el Canal Once; compraría otra videocasetera para editar las películas,
amorosamente, hasta lograr despojarlas de sus comerciales. Tendría un cuarto
lleno de mis hallazgos secretos, y llevaría allí a otros jóvenes para guiarlos
de estante en estante. Años después, cuando llegué a la ciudad de México, mi
mamá me dijo que tenía que dejar de dormir entre mis libros y películas. Yo le
respondí que me sentía acompañado por ellos: más aún, que era como si hablaran
entre sí, y me estuvieran cuidando. Y no tuve miedo de sentirme cursi. “Vive en
la casa, y la casa permanecerá / Yo te visitaré en algún siglo. / Entra y
constrúyeme una casa”.
II
El espejo comienza con un prólogo. El niño cuya vida narrará la cinta
enciende la televisión, y mira: la cámara enfoca la televisión para que la
miremos a través de la mirada del niño. Así, la técnica articula un deseo: el
cineasta desea que nosotros seamos él, para que ella narre también nuestra
vida.
En la televisión, una mujer entrevista a un joven. Se llama Yuri Jharkov,
y no puede hablar. Tartamudea. ¿Qué es necesario para tomar la palabra? ¿Qué es
lo que le impide hablar a Yuri Jharkov? El
espejo pone poéticamente en escena el proceso curativo que permite a una
persona retomar la palabra – el mismo proceso que ocurre en la curación de
Yuri, gracias a la hipnosis de la mujer que lo entrevista, y en la propia
película, mientras se hilvanan los recuerdos del personaje principal, que –como
sabremos al final de la cinta- es en realidad un adulto que agoniza de tristeza
y busca desesperadamente su curación; el mismo proceso que ocurre en Tarkovski,
pues a ratos la obra es una autobiografía ficcionalizada, y también en sus
espectadores mientras miran; o, por lo menos, que ocurrió en mí, cuando la vi.
Años después emigré a la ciudad de México. Quería estudiar literatura.
Tuve mi primer trabajo como vendedor de libros, mientras esperaba a que
comenzaran las clases en esa enigmática y añorada Universidad Nacional. Mi papá
había muerto hacía poco. Por las noches me llevaba los libros de la librería, y
los regresaba en la mañana. Los libreros fueron mis primeros maestros: gente
que no había terminado la licenciatura, pero que tenía una relación amorosa y
desgarrada con aquellos objetos empastados, la misma que tenían con sus esposos
e hijos. Ganaba más que mis jefes. La mitad de mis primeros salarios se iba en
el pasaje y las comidas; la otra mitad, en los libros que le compraba a mi
librería. Así llegué a Esculpir el tiempo.
Pasé meses leyendo sólo las primeras páginas, en donde Tarkovski transcribe
algunas cartas de sus espectadores. Ellas se me volvieron una especie de
manifiesto.
Una mujer me escribió desde Gorki:
“Gracias por El espejo. Mi
infancia fue así, pero, ¿cómo pudo usted saberlo?
“El viento era igual y los truenos… ‘Golka, saca al gato’, gritaba mi
abuela… El cuarto estaba a oscuras… y la lámpara de petróleo también se
apagaba, y la sensación de esperar a que mi madre regresara, llenaba
completamente mi alma… y qué bellamente muestra su película el despertar de la
conciencia en el niño, del pensamiento… Oh Dios, qué verdadero… Realmente
desconocemos el rostro de nuestras madres. Y qué simple… ¿Sabe? Viendo en esa
gran sala a oscuras la pequeña tela iluminada por su talento, sentí por primera
vez en la vida que no estoy sola”.
En la ciudad
de México pude entrar, por primera vez, a bibliotecas públicas enormes. Después
de años de haber buscado otro libro de Robert Graves, uno diferente al que ya
había leído, encontré que sólo era necesario poner ese nombre en una
computadora para que aparecieran, mágicamente, cuatro o cinco títulos Sí era
como una magia. Pero también conocí, por primera vez, lo que se siente cuando
algo que había sido una celebración humilde se vuelve de pronto actividad
reconocida y prestigiosa: las muchachas de la facultad se fijaban en mí. Me
sentía muy feliz, pero también confundido. Descubrí que yo podía ser una
persona amenazante. Resultó que las películas de Tarkovski eran elitistas y
estaban hechas para el público sofisticado. En la dulce comedia de
equivocaciones conformada por nuestros primeros amores, yo intentaba explicarle
a novias ofendidas por mi elitismo que no tenían por qué enojarse conmigo: que
yo tampoco sabía de qué se trataba El
espejo, pero que el chiste de la película estaba en verla como se camina
por un parque. Les leía esas cartas del principio de Esculpir el tiempo, donde obreros, maestras y jubilados dicen que
ellos tampoco entendieron nada, pero que por primera vez, sintieron que no
estaban solos. Les leía una carta donde se habla de un debate donde todos los
participantes dijeron, sin excepción: “la película trata de mí”. Y pensaba en
qué es lo que hace grande a una gran película; el libro de Tarkovski se hacía
más enigmático mientras descubría la existencia de esa supuesta línea
arbitraria que divide el arte ingenuo del arte consciente de su propio
lenguaje, y a los espectadores humildes, exiliados del arte (maestras, obreros
y jubilados), de los otros, los presuntamente sofisticados.
En la cinta, una y otra vez, los espejos aparecen en momentos decisivos,
cuando los personajes deben encontrarse con sí mismos y salir de la tristeza.
“Toda la vida hablarás en voz alta y con claridad”, dice la mujer que hipnotizó
a Yuri. Y él dice, de frente a nosotros: “yo puedo hablar”, y con esa
afirmación esperanzada y firme nos promete que nosotros también podremos. Para
ese momento, él mira directamente a la cámara, como si se reflejara en nosotros. El narrador dice: “una y otra vez tengo el
mismo sueño. Como si el sueño quisiera obligarme a volver a aquellos lugares
amados hasta el dolor, la casa del abuelo donde nací sobre la mesa de la
cocina”. Sus recuerdos se hilvanan siguiendo una lógica poética que se basa en
las correspondencias y las metáforas compartidas: la infancia de Alioscha, el
hombre que agonizaba; la soledad de su madre, que amó desesperadamente a su
papá y lo esperó mientras servía en la guerra, y después fue abandonada por él;
la relación dolorosa entre Alioscha y su exesposa; la vida de su hijo, Ignatz,
atrapado en el mismo silencio que él tuvo cuando niño, y que, como él, se ve
condenado a repetir la misma historia de abandono y soledad.
La actriz de la exesposa interpreta a la madre, y el niño Alioscha se
vuelve el niño Ignatz. En una escena, el eco del sonido de la lluvia se mezcla
con el eco del sonido de un incendio. En diferentes épocas suceden cosas
similares: distintos niños abren el mismo libro de Leonardo; metáforas comunes,
como la pérdida de la voz, enhebran el prólogo de Yuri, la historia de Alioscha
y la de Ignatz. La lógica de la poesía es la lógica de la memoria, y ella nos
muestra la solidaridad que une a las generaciones, y relaciona la película con
lo que nosotros mismos hemos vivido y recordado. Dice la carta de un obrero de
Leningrado: “Es una gran virtud el poder escuchar y entender… Éste es, después
de todo, el primer principio de las relaciones humanas: la capacidad de
entender y perdonar a la gente sus faltas involuntarias, sus fallas naturales.
Si dos personas fueran capaces de experimentar la misma cosa aunque fuera una
sola vez, serían capaces de entenderse mutuamente, aun cuando una viviera en el
tiempo de los mamuts y la otra en la era de la electricidad”.
Los tiempos se confunden, y la cinta nos obliga a despojarnos del
prejuicio narrativista que valoraría utilitariamente la ejecución de cada
escena a partir de su ubicación en el argumento general: muchas veces, uno no
sabe cuándo ocurre lo que estamos viendo. El potencial evocador de esas
imágenes queda liberado por su aparente falta de ubicación temporal, y ese
potencial nos invita a extender el juego hacia nuestros propios recuerdos. Y
sí, somos nosotros quienes debemos recuperar la palabra. O por lo menos, así me
ocurrió a mí. El libro y la obra se volvieron enigmáticos conforme comencé a
preguntarme por las razones que hacen necesario
el arte. Mi angustia en la niñez; la admiración recelosa hacia mi padre,
que acababa de morir; el sentimiento del viento que recorre los árboles; la
historia ominosa del mundo, y el presagio de la inmortalidad. Todo ello
adquirió forma cuando vi esa película. Hoy la sigo recomendando a los alumnos
que llegan a mis clases, sobre todo cuando los presiento perdidos. Tengo la
esperanza de que ella les ayudará a crecer, así como a mí me ayudó.
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