Llevo algunos días en el naufragio de mi almohada, luchando contra la desazón de encontrar mis libros con manchas de sangre. Uno recuerda a Ernesto Sábato, con su aseveración terrible de que los libros son incapaces de detener las bombas... Comienzo un ensayo sobre Virgilio, que traigo atorado en la garganta; se trataría de la introducción a una edición de las
Geórgicas, en la que estoy trabajando en mis tiempos libres. Inicio con una cita de Curtius que indaga en el hecho misterioso de que le llamamos "clásicos" a un montón de obras que ya no leemos. Quiero explicar que leer a Virgilio no debiera ser algo que se tuviera que hacer desde un pedestal y con el gesto fruncido; que un biólogo francés llamado Jean Giono (que es además un excelente ensayista) sobrevivió a una infancia miserable gracias a que encontró, de casualidad, un libro de Virgilio que le permitió descubrir el encanto de las cosas sencillas, a pesar de enfermedades y horas extras de trabajo; que un joven mexicano llamado Alfonso Reyes escribió (cuando era joven) un bello
Discurso por Virgilio, donde usaba a las
Geórgicas para hablar de temas entonces necesarios: la lucha por la pobreza, la necesidad de una reforma agraria y campesina, la necesidad de un proyecto de nación (¿sólo "entonces necesarios"?); que un místico de corazón de niño como Michelet supo hacer la Revolución Francesa gracias a su Virgilio, con quien creció "como sentado sobre sus rodillas". Me detengo y comienzo a explicar la etimología de "clásico": recuerdo que tenía algo que ver con los militares y con las clases sociales; recuerdo. Voy a mis libros.
Clásico se usó con el sentido que hoy le damos en la obra de Aulio Gelio, pero ya estaba anticipado en Cicerón. Un clásico es un escritor que vale la pena imitar, meditar, leer. Aulio Gelio recomienda acercarse a los clásicos siempre que no sabemos si estamos escribiendo bien. Pero el término hace referencia a las clases sociales. Me revuelvo: voy a Friedlaender y a Momsen, y al final decido moverme a Tito Livio, y reinicio la
Historia de Roma hasta llegar al momento mítico: el sexto rey de Roma, que pasará a la historia como "rey sabio", decide promulgar un código de leyes que protejan a los romanos más pobres: establece por vez primera un censo de todos los ciudadanos romanos, y en el censo divide a los ciudadanos en cinco"clases" o categorías, dependiendo de cuánto dinero tienen; el objetivo era proteger a los más débiles, y pedirles a los que tienen más dinero que aporten más en los impuestos y a la hora de ir a la guerra. Así comienza en Roma la separación formal entre "clases". Lo que el rey sabio no sabía era que esta separación formal ayudaría a crear una conciencia de la comunidad de intereses que compartía la clase más alta, que --a cambio del dinero extra-- pedirá mayor participación en las dirección del Estado. El rey sabio acepta, y reforma el sistema de votación en Roma: antes se trataba de que cada persona contaba con un voto, ahora se vota por sector y en consecuencia los votos de los más ricos cuentan más, proporcionalmente, aunque ellos sean pocos (es un poco más complicado, pero largo de explicar). Ello marca el inicio del gobierno de los ricos en Roma, el inicio de una historia que hoy conocemos demasiado bien. Con el tiempo, las personas de "primera clase" comenzarán a llamarse entre sí sólamente "de clase": ellos son los "clásicos"; Cicerón recomienda leer sólo a los autores que pertenecen a esta clase, los más educados; y cuando quiere poner a Demócrito por encima de los estóicos hace una burla terrible, comparando al primero con los clásicos y a los segundos con los de clases inferiores. Aulio Gelio mismo dice "que hay que leer a los autores clásicos y no a los proletarios" (
Noctes Aticae XIX) (
proletario no designaba, como en Marx, una clase social concreta, sino más bien a los que tenían tan poco dinero que no formaban parte de ninguna clase); Curtius, en su
Literatura europea y Edad Media latina, comenta el pasaje de Aulio Gelio arriba citado, y muestra un eco del mismo en una declaración de Sainte-Beuve (un francés del siglo XIX que es algo así como el primer crítico literario). Le cedo la palabra a Curtius:
Cuando Sainte-Beuve discutió en 1850 la cuestión de qué cosa es un "clásico", lo que hizo fue parafrasear las palabras de Aulio Gelio: "Un escritor de valor y de marca, un escritor que cuenta, que tiene bienes de fortuna bajo el sol y que no se confunde entre la turba de los proletarios" [Y añade Curtius, con buena ironía alemana:] ¡Qué golosina para una sociología marxista de la literatura! (Literatura europea y Edad Media latina, t. I, pp. 352-353).
Es que nuestro léxico mismo está manchado de sangre: más allá de la pureza cómoda que algunos nos enseñan a añorar, la incómoda raíz de algunas palabras nos recuerda una y otra vez que el humanismo que hemos aprendido a amar está marcado por la violencia y el silencio, la injusticia sobre la que se levantan esos monumentos de cultura que --como decía W. Benjamin-- son al mismo tiempo monumentos de barbarie.
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