viernes, febrero 09, 2007
La muerte
Salgo de la fiesta posterior a este coloquio. Por el camino, me pregunto si no vale la pena irme por la vía más larga. Me demoro, en el camino, en un Oxxo donde compro unos burritos de microondas; sólo hay dos personas en la tienda: el tendero y un desconocido gordo con tatuajes, que se entretiene mirando Dragon Ball en una televisión digital. Por un instante pienso que es buena idea sentarme al lado de él y ver la tele. Regreso a casa. Entro a la habitación dormida. Mi tía Marta aún no ha muerto y mi mamá descansa al lado del teléfono. Recuerdo que hace algunos años regresé a la ciudad del polvo para acompañar a su hija, que trazaba círculos secretos alrededor de la cama, con los ojos en blanco y la cabeza calva y frágil como la de un bebé. En aquel entonces le escribí un poema para despedirla. Aún recuerdo algún fragmento: "En verdad, la belleza no es aquello que resulta agradable, sino aquello que nos quiebra. Y tú, prima querida, cabecita calva, hermanita, estás llena de belleza. Dios terrible nos sonríe desde el silencio de tu cuerpo". Mi prima Lupita era dentista. Después de que murió mantuve un duelo secreto: dos años de vagar de dentista en dentista, sin encontrar a nadie que me inspirara la confianza necesaria para acostarse en un sillón, abrir la boca y permitir que otro tocara mis dientes. Entonces me preparo para irme a dormir, mientras mascullo cierto verso de Tarkovsky. "Vive en la casa, y la casa permanecerá".
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