Estábamos trabajando como voluntarios en la consulta sobre la privatización del petróleo. Nos había tocado cuidar una mesa cercana al metro Taxqueña. Zona panista: los días anteriores habíamos tenido problemas con los vecinos; al acercarnos a ellos nos gritaban de cosas, se burlaban con esa amargura particular que sirve mejor para decir que lo estúpido no es criticar que el petróleo sea privatizado, que lo estúpido, lo realmente estúpido, es tener esperanza. Zona cercana al metro, zona de paso, de gente que tiene prisa, que no es de aquí, que nos pregunta por qué estas cosas se hacen sólo en la ciudad de México y no en el pueblo de donde viene: uno alza los brazos, quiere responder que la historia de nuestro país, que el centralismo, que la coyuntura; gente que pregunta si militamos en el PRD, o que nos dice yo trabajé para el gobierno del DF, entiendo tu sinceridad pero no vale la pena, ahí son todos iguales; y uno quiere responder que la responsabilidad histórica, que el petróleo le pertenece a la patria y no al Estado, que se está jugando algo más importante que el futuro de un partido; algo que se intenta salvar casi a pesar de ese partido, a pesar de este presente oscuro y denso que nos abraza como una lápida. Uno quiere disculparse porque sólo se realice esta consulta en la ciudad y no en el pueblo de la gente que pasa; quiere disculparse por ser joven, por ser voluntario, por no militar en el PRD, por ser contemporáneo de una nación de gente sola. Pero para decir todo eso haría falta tiempo, y en esa esquina todo mundo tiene prisa. Por eso Teresa de Calcuta hablaba de la necesidad de encontrar a Dios en la ciudad. Los días anteriores habíamos tenido problemas cuando estábamos volanteando. Hay mala organización, pocos recursos, hay mucha imaginación. No tenemos espacio para que la gente vote de manera sepada a nuestra mesa: tenemos que ingeniárnosla para construir una separación que medio tapa el lugar de votación. Arreglamos hoy la mesa, descubrimos que no tenemos lugar en donde protegernos de la lluvia; vamos al Blockbuster más cercano: la gerente nos dice que nos permite poner la mesa en su sombra si, a cambio, le damos a cada persona que vote un periódico con sus ofertas. Son las ambigüedades en las que tenemos que movernos. Uno quiere disculparse de ciertas cosas; pero de otras yo no quiero disculparme. No me disculpo por no hacer proselitismo, como me lo sugirió el jefe de sección. No me disculpo por respetar la opinión de quienes no piensan como yo: por escuchar a los que se acercan a decir las razones por las que no quieren votar. Por esperar, replegado en mí mismo para permitir la entrada de la gente. Y la gente va a llegar, a pesar de lo que todos creíamos: llegarán los viejos, acompañándose, en grupos de 2, 6, 4. Uno de más de 90 años nos dice yo conocí a mi general Lázaro Cárdenas. Yo tenía 16 años, y el pasó junto a nosotros. Había recién inaugurado la preparatoria para hijos de trabajadores en donde yo iba a poder estudiar. Le estreché las manos. El anciano tiene la figura alargada, como una pluma: renquea, y su altura se mueve con el viento. Trae sus credenciales en una cartera amarrada al cuello, para que no se le pierdan. Usa un bastón, trae pants. Se mueve hacia adelante, de manera repentina, como jalado bruscamente por un viento gigantesco. ¡Y el petróleo es mío! Golpea la mesa con su mano, en un gesto de furiosa dignidad. Uno escucha, replegado en sí mismo para que la gente pueda llegar, y asiente: sí, el petróleo es suyo. La gente llega para hablar de la historia. No sólo vienen a votar. En esta mesa se creó un acuerdo tácito: la verdadera resistencia se nutre de memoria. La memoria está cargada de futuro. No basta con votar, hay que traer al futuro de vuelta. Y son los viejos los que llegan a platicar de la historia. Dos de ellos, una pareja, llegan a las 10 a regañarnos: salieron de misa para votar, pero ninguna de las tres casillas cercanas a su casa se ha instalado todavía. Vinieron caminando desde ahí: tardaron más de media hora; pero no importa, porque ellos saben que tienen tiempo... Hablamos por teléfono para saber por qué no se ha instalado la casilla; aprendemos que algunos voluntarios creen que, por ser voluntarios, tienen derecho a abrir cuando les dé la gana. En estas ambigüedades nos tenemos que mover: la consulta es una gran lección para todos los que quieran escucharla. El marido llega con su chamarra de Pemex. Dice: yo trabajé en esta empresa cuando todo era otra cosa. Ahora no les interesa nada. Comienza a darnos datos sobre la historia del petróleo en México, la historia de la empresa. Nos habla del sindicato, de la corrupción, de la lucha de gente pequeña contra la pérdida de la historia. Habla con una dignidad un poco cargada de rabia. Entendemos sin que nos lo diga: está contando cosas que son importantes. La memoria es importante. Para ella haría falta tener tiempo, y en esta esquina todo mundo tiene prisa: pero no hay futuro sin memoria, y ellos han venido, no a votar, sino a traer a la memoria de regreso a este presente. Llegan dos parejas de ancianos que se apoyan uno al otro al caminar. Uno se pregunta de dónde salen tantos viejos. Y uno entiende, avergonzado, que ellos estuvieron ahí desde siempre, pero que eran invisibles. La pareja se lee las preguntas, ignora olímpicamente aquello de que el voto es libre y secreto; contesta en voz alta mientras va leyendo: nooo, yo no quiero eso. De repente, la señora pasa de leer la pregunta, a contestar, a platicar con su comadre: ella se metió al internet y leyó el proyecto de ley que se está discutiendo en el Senado. Uno descubre sus propios prejuicios: no creíamos que gente tan humilde se metiera al internet, leyera leyes. Viene una mujer anciana de trenza larga, con el pelo blanco, chaparra. Su marido ya votó. Ella lo llama, y le dice en voz baja algo pequeño. Él se me acerca: me pregunta si ella puede votar aunque sea ciega. Yo trato de no decir más que lo que es necesario: que sí puede si trae su credencial de elector, que la legislación permite que su marido le ayude a llenar la boleta. Él habla con ella, en voz baja, y ella suspira, aliviada. Un nieto o sobrino le acerca una silla plegable para sentarse, y el marido le va leyendo las preguntas.
A ninguna de nuestras mesas llegó un solo joven.
***
Incidente de provocación: el sensacionalismo de izquierda había advertido de la posibilidad de escuadrones panistas de la muerte que llegarían a provocarnos. Eso nunca pasó. Llegaron, eso sí, militantes panistas, con sus familias completas, para votar por el sí a la privatización y comprobar si realmente la consulta estaba abierta a todas las posibilidades. En nuestra mesa les dimos la bienvenida con una sonrisa silenciosa. Pero fue la realidad la que nos provocó. Son casi las nueve de la mañana. Estoy platicando con Anabel, mi compañera de mesa. Creo que el tema tiene que ver con las intrigas políticas de la Roma en la época de Augusto. Vemos, con el rabillo del ojo, que mi mamá y Flor, que están en la mesa de enfrente, nos gritan algo, que se ponen debajo de la mesa. Pero no entendemos muy bien lo que nos dicen. Volteo, desprevenido: por la esquina del Blockbuster se me acerca un hombre. No trae puesta la camisa, y lo primero en lo que pienso es que está gordo. Es moreno y tiene la piel sudada. Trae en la mano derecha una pistola. La mirada ausente. Detrás suyo, policías que lo apuntan con metralletas y no pueden detenerlo. Anabel y yo estamos paralizados. Entonces entiendo que mi mamá me grita algo sobre tirarnos al suelo: tomo a Anabel del hombro, y me meto, con ella, debajo de la mesa. El hombre viene hacia nosotros, pero no nos ve: se acerca al parabús, y una señora agarra a sus niñas del brazo, las mueve al suelo, reza frenéticamente; el hombre cambia de opinión, y regresa hacia nosotros: yo lo veo, le doy vuelta a la mesa mientras él se acerca. Le damos la vuelta a la mesa; nos sigue él; detrás, los policías; debajo, me acuerdo de los dibujos animados, de Bugs Bunny, y pienso en que, desde lejos, la persecución involuntaria nos debe hacer ver bastante chistosos.
El hombre regresa por la misma esquina de Blockbuster por donde llegó. Por fin uno de los policías toma valor, se le acerca y le da un culetazo, intenta agarrarlo, los demás lo siguen, lo dominan entre todos. Regresó el movimiento: todos se acercan, salimos de debajo de la mesa, hay ruido, todos quieren saber que pasó, la señora reza, alguien dice que asaltaron la farmacia, que los tenían amarrados, que alguien logró escapar, que dio la alarma, que eran varios, mi mamá jura que acaba de ver a dos niños con pistolas que se pierden entre la multitud. Anabel tiene el hombro sudoroso. Yo también, pero acabo de descubrirlo.
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Varios de ustedes dejaron mensajescon motivode la consulta. No pude responder por el cansancio. Quería compartirles esos recuerdos ahora que termina el año.
3 comentarios:
La última frase es muy triste "Ni uno solo". :(
Rafa, esto es muy impresionante. Muchas gracias por compartir esta historia con nosotros. Pienso en muchas cosas ahora, el final de año: por eso la gente celebra, ya sabes, el humor negro tan nuestro.
Te mando un abrazo.
Como dijeron, gracias por compartir esta experiencia. Me ha hecho pensar que no se puede ir solitario en un país en el que la apatía política de los jóvenes beneficia a unos. Hay que juntarse y hay que recuperar. Son dos verbos casi revolucionarios y no es cosa sólo de partidos políticos. Triste, rabia, algo de miedo.
te mando un fuerte abrazo tmb
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